sábado, 10 de septiembre de 2011

Panteon de Rejas

                                          El Panteón de Rejas
Hacia el rumbo de las Estaciones, por el amplio camino que hace mas de un siglo se llamaba Calzada de Félix Luna, -en memoria del valiente y heroico guerrillero- donde hoy es la esquina de la Avenida 11 y calle 21, levantaba, hasta hace pocos años, sus muros de solida construcción antigua, el que fuera en otras edades el Cementerio Particular de Córdoba.
En el añoso Camposanto que era conocido con el nombre de Panteón de Rejas, por el hermoso encaje de hierro con que estaban forjadas, había un anciano enterrador que narraba esta romántica leyenda, mientras mostraba dos sepulcros separados uno del otro por un viejo muro de piedra.
Sobre el vetusto mármol de aquellas tumbas iguales, estaban grabada una misma fecha: 1885, y ya casi borrados por el tiempo se leían en cada una de las lapidas un nombre: “Luisa” y “Eugenio”.
Contaba el viejo enterrador, que a principios de 1855 por las calles de Manuel Ferrer, entre los Barrios de San Juan y San Miguel, había venido a vivir a Villa Verde, un hombre tenido por usurero que con el tiempo trajo a su lado a una hermosa niña llamada Luisa, hija de una sobrina suya.
Huérfana de padres desde muy pequeña, no tenia mas parientes que aquel tío abuelo, hombre avaro y de duro corazón.
Acompañaba a su nodriza, antigua sirvienta de su madre que la cuidaba y protegía del mal genio del perverso usurero, Luisa creció en la casona donde las ventanas siempre entornadas, apenas si dejaban entrar la luz del sol.
Únicamente tenía permiso de asistir los domingos a la Misa del Alba, que celebraban los padres de San Miguel, y su educación se limitaba a aprender a leer con la nodriza quien le enseño el silabario. Sin embargo, aunque siempre encerrada en aquel sombrío caserón, la niña creció fuerte y sana y a los veinte años era una de las mozas más bonitas de Barrio.
Había en la Iglesia de San Miguel un piadoso sacerdote llamado el Padre Anselmo, que tenía un grupo de muchachos a quienes enseñaban música y con los que formo un coro que cantaba en las Misas de Función. Entre ellos estaba un joven llamado Eugenio que conoció a Luisa en una de las veces que ella fue a rezar al templo.
Enamorado de ella, rogo al Padre Anselmo que la pidiera en matrimonio al usurero, quien contestó al Sacerdote que Luisa no se casaría nunca, prohibiendo terminantemente a la joven salir de su casa ni siquiera para asistir a la misa de las 5 de la mañana.
Ayudada por su nodriza, Luisa escribo a Eugenio largas cartas por las noches platicaba con él en una de aquellas vetustas ventanas. Enterado el anciano de aquellas citas, mando cerrarlas herméticamente con candados y pesados cerrojos, pero los enamorados recurrieron a la reja del jardín que había en la parte de atrás de la casa.
No falto quien hiciera el comentario de las románticas entrevista y un buen dia la hermosa verja fue derrumbado, levantándose en su lugar un ancho muro de piedra.
Por ese tiempo el viejo hizo un mal negocio, prestando en secreto y un interés exorbitante todo su dinero a un individuo más perverso que él, quien se negaba a pagarle, amenazando con dar parte a las autoridades y denunciando por usurero.
Ofuscando por el pecado de la avaricia y temiendo que si se violentaba nada conseguiría, ofreció a aquel hombre darle como esposa a Luisa si accedía a liquidarle toda la deuda.
Luisa, obligada por su tutor, empezó a recibir las visitas del extraño enamorado, pero la nodriza, por casualidad los propósitos de los avaros, aviso a Eugenio, quien fue inmediatamente a ver al Padre Anselmo, suplicándole que lo antes posible la casara en secreto con la joven, con la que se iría a vivir lejos de Córdoba.
El Padre Anselmo accedió casar en secreto a los dos enamorados, quienes después de la ceremonia, abandonarían para siempre la ciudad.
Acompañada por su fiel nodriza, la hermosa joven salió de su casa donde tanto había sufrido rumbo a la Iglesia de San Miguel, donde su prometido la esperaba, cansándolos inmediatamente el padre Anselmo, en una sencilla ceremonia.
Llenos de felicidad, después de despedirse del buen sacerdote, abandonaron los nuevos esposos el templo, y cuando se dirigían al carruaje que allí los aguardaba, cuentan que de las calles de Manuel Ferrer, envueltas todavía en las sombras de la madrugada, salió un hombre embozando en una negra capa y sin dar tiempo a que se defendieran, le clavo a Eugenio un puñal en el corazón, volviéndose luego contra la joven a quien hirió gravemente en el cuello, perdiéndose después por los oscuros callejones del Barrio de San Miguel.
Cuando ya moribunda, Luisa fue recogida por su antigua nodriza, pidió solamente a la anciana mujer, que le prometiera bajo juramento que ella y Eugenio, serian sepultados uno junto del otro.
Nunca se supo quien fue el autor de aquella infamia, pero todos sospecharon que el tío había sido el autor del horrible crimen, por lo cual tuvo que pasar algunos años en la cárcel.
Luisa y Eugenio fueron sepultados por la vieja nodriza, uno cerca del otro en el hermoso Panteón de Rejas, que fuera en aquella época el cementerio de las familias cordobesas.
Años después, cuando el tío de la muchacha salió de la cárcel, alguien mando levantar un muro de piedra que dividiera precisamente aquellas tumbas separándolas una de otra.
De este romántico modo termina la leyenda del antiguo Panteón de Rejas, que todavía hace algunos años contaba suspirando un anciano enterrador, mientras mostraba aquellas dos tumbas que separaba un muro de piedra, en cuyas lapidas de mármol había grabado una vieja inscripción: “Luisa” y “Eugenio”

Marlon Ernesto Montero González   

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